jueves, 20 de diciembre de 2012

Un novelista en el Museo del Prado

Hay un libro que me resulta muy curioso y que estoy casi seguro de que pocos o ninguno de mis lectores conocerán: "Un novelista en el Museo del Prado", de Manuel Mújica Láinez. Es un libro de prosa empalagosa, no demasiado ágil ni cómodo de leer. Precisamente por eso, porque no te engancha con trepidante acción.
 
 
Eso sí, tiene pasajes realmente bellos y repletos de imaginación que nacen de la mente de ese novelista que se sienta ante los cuadros del Museo del Prado, lo que me recuerda un poco a la película de Mr. Bean.
 
Yo llegué a conocer este libro porque el año que viví en Madrid el Metro se adornaba de diversos pasajes literarios fomentando la lectura y uno de ellos era el siguiente:



ALGUNAS NOCHES, sin que nunca se pueda prever cuál, el Emperador sale a caballo y recorre todo el Museo. El novelista lo ha visto pasar, erguido, en la mano la lanza, revistiendo el arnés de guerra cuyo acero con ataujía de oro se exhibe actualmente en la Real Armería de Madrid. Tiziano lo pintó ceñido por esa bella armadura, que lució cuando derrotó a los protestantes en Mühlberg.

Pasó Carlos V como un gran fantasma, en el caballo negro, roja la gualdrapa, rojas las plumas de la testera y las que temblaban sobre el casco del Emperador. Iba el corcel lentamente, solemnemente, sacudiendo la cabeza noble y haciendo brillar sus ojos, como ágatas de lapidario. Afirmado encima, el César no miraba a nadie. De él trascendía una sensación de poder infinito; también de sabia amargura. En Mühlberg contaba cuarenta y siete años; once le faltaban todavía para morir.

Son pocos, en el Museo del Prado, quienes no se jactan de la gloria de su parentesco y quienes no se dicen sus vasallos. El novelista observó, en aquella oportunidad, la unánime reverencia con que hombres y mujeres jalonaban su camino. Los señores y los labriegos caían de rodillas; y las señoras esponjaban sus faldas opulentas y se doblaban hasta el suelo. Él seguía, impasible en su augusta soledad, en medio de una doble fila de encendidas, de titilantes piedras preciosas. Sobre su peto, cascabeleaba el dije del Toisón.

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