lunes, 6 de julio de 2020

Lo divino (III)

Fotografía: El Correo.
De sobra es sabido que la Semana Santa es una gran fiesta para los sentidos. El de la vista se ve inundado por la variedad de colores y pequeñas obras de arte que conforman cada procesión, desde la maravilla de muchas de sus sacras imágenes, hasta el colorido del exorno floral, pasando por bordados, tallas y el movimiento mismo del conjunto. El olfato, tan conectado con la memoria, se ve colmado por el incienso, con matices diferenciadores en cada cofradía, y tantas veces por las flores de los palios (ay, aquel azahar de Fe y Caridad). El oído recibe numerosos estímulos, si bien el más característico sea el redoblar de los tambores y el silbido de la corneta; sin menospreciar el rachear de costaleros en el silencio, la voz ronca del capataz, el quejío saetero, el golpe firme y seco del llamador, un palio y su estruendo al volver del cielo. El gusto también recibe lo suyo con toda una gastronomía propia de la época, siendo para mí la cumbre y cima de todo ello la torrija. ¡Benditas torrijas! ¿Y el tacto? El tacto del pie desnudo del nazareno sobre el asfalto, el de la mano que se aproxima al paso o el del cuello del costalero que se abraza fiero a su trabajadera... Pero sobre todo el tacto, primero, de las manos de tus abuelos que te descubren el universo que encierran las cofradías. El tacto, después, de las manos de tus padres que te acompañan cuando tú quieres ver alguna cofradía más aunque ellos tengan que trabajar a la mañana siguiente. El tacto, al paso de los años, de la mano de esa chica (o ese chico) que tanto te gusta y al que llevas por las mismas calles y rincones que cada año son testigos de tu ritual predilecto. El tacto, al fin, de la mano de esa criaturita a la que, aún durmiéndose como se va durmiendo en el cochecito, le quieres regalar lo que transmite un palio de recogida.

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