viernes, 24 de agosto de 2012

La fábula de la pirita y el oro.

Cuentan que un joven tenía en su casa una enorme piedra de oro que se venía pasando en su familia de generación en generación desde hacía ya mucho tiempo. Tanto tiempo había pasado y tantas manos la habían tocado que aquella vieja piedra estaba muy ennegrecida, muy sucia. Apenas parecía oro.

Por aquellos días, venida desde tierras lejanas, apareció en la ciudad una misteriosa y atractiva mujer que había escuchado hablar de la famosa piedra de oro de nuestro joven amigo. Anduvo durante horas preguntando por el joven de la familia del oro, aquél que habría de poseer esa piedra tan especial. Cuando por fin dio con él se acercó a su casa y se presentó. 

- Hola afortunado joven, ¿es cierto que tienes tú la legendaria y antiquísima piedra de oro de la familia?
 
- Así es señora, yo tengo una vieja piedra de oro. Pero creo que ya no tiene mucho valor, los años han pasado por ella, son muchos quienes la han ensuciado y esa suciedad ha podido con ella y su encanto.

- Vaya, pues has de saber que a mí me encantan las antigüedades y me encantaría tener esa piedra tan vieja. A cambio te puedo ofrecer ésta otra que es mucho más joven y brilla como ninguna otra.

Sacó entonces la mujer una piedra de pirita de un tamaño similar a la de oro, pero había una diferencia fundamental: brillaba muchísimo. Estaba toda limpia, sin mancha alguna, y apenas un rayo de sol la rozaba destelleaba de manera fulgurante. Nuestro joven amigo quedó boquiabierto admirando la belleza de la piedra y aunque sabía que era de pirita y no de oro aceptó el cambio; pues a simple vista no se notaba y su vieja piedra ya había perdido todo el brillo. Convino con la mujer en que harían el cambio al día siguiente por la tarde; cuando el campanario marcase las cinco de la tarde.

El día llegó y después de comer nuestro joven protagonista fue a regar unos huertos de las tierras de su familia; se tumbó al sol y quedó dormido. Cuando las campanas de la Iglesia tocaron por 5 veces se despertó alarmado pensando que llegaría tarde al intercambio y que a lo mejor tendría que quedarse con su vieja e inútil piedra de oro. Corrió y corrió desesperado por llegar lo más pronto posible, antes de que la mujer se marchase con su magnífica piedra de pirita. Finalmente llegó a tiempo, entró corriendo a su casa y sin pararse a nada cogió su piedra y la sacó a la puerta donde la mujer esperaba. En el momento preciso del intercambio miró sus manos y su piedra, que ahora aparecía limpia en algunas zonas: concretamente en aquellas por donde pasaba el sudor del esfuerzo que hizo por llegar a tiempo. Tuvo por un momento la tentación de quedarse su piedra pero la mujer se apresuró a cambiarla por la de pirita, le miró con una sonrisa pícara y, sin más, se esfumó. Y allí se quedó nuestro joven y desdichado amigo con su nueva piedra de pirita.

Comprendió entonces, para su desdicha, que en su casa había tenido la piedra más valiosa de todas. Que con un poco de esfuerzo por su parte habría visto cómo brillaba su piedra día a día. Y ahora en cambio tenía que contentarse con una piedra de pirita, burda imitación del oro, que por mucho que brillase nunca jamás valdría ni la mitad de la mitad de lo que valía su piedra.

Y es que son tantas las veces que infravaloramos lo que tenemos a nuestro lado para dejarnos cegar por el brillo de la novedad que son muchas las veces en que las decisiones más importantes son tan tomadas a la ligera como erróneas y cuando el arrepentimiento viene a nuestra conciencia a veces es ya demasiado tarde.

1 comentario:

  1. Excelente fábula, nunca la había escuchado, pero narra una verdad como un templo. Gracias vic
    Quique

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