viernes, 24 de octubre de 2014

La Guardia Civil, hoy.

Tiene mi padre en casa una pequeña escultura de bronce que representa, majestuoso, a un viejo Guardia Civil sobre su caballo: lleva su tricornio, luce imponente mostacho, viste con un abrigo tremendo. Y representa, al fin y al cabo, todo lo bueno que el Cuerpo de la Guardia Civil tiene y ha tenido.

Como habrás imaginado, la susodicha escultura.
 
Esa pequeña escultura habla de un tiempo en que imagino que cruzarse a un agente de la benemérita por los caminos significaba sentirse amparado: saber que velaría por ti. Conozco anécdotas deliciosas de Guardias Civiles actuando al servicio del ciudadano, pero la mayoría son en blanco y negro.

Hoy los caminos son carreteras y autovías donde sabemos que más que velar por nosotros tienen el deber de controlarnos. Y me parece bien que haya controles de alcoholemia y drogas a conductores, como me parece bien que se vigilen ciertas actitudes al volante; pero qué pena me da ver a los de verde escondidos en las cunetas o en las curvas tras algún matojo apuntando un radar que no busca la seguridad de los ciudadanos, sino que busca recaudar. Porque por ejemplo todos conocemos tramos de carretera que, sin motivo alguno, están limitados a una velocidad más baja de lo normal para dar trabajo al radar.

Modelo vigente de empleado eficiente.
Ser Guardia Civil debía ser algo dignísimo todos los días; en cambio ahora, cuando los lanzan de cacería recaudatoria a la carretera, me da casi pena ver en lo que se han convertido porque no es ni más ni menos que reflejo de aquello en lo que han convertido a nuestra sociedad.

Y con todo esto no pretendo desmerecer a tantos agentes que hacen tanto bueno, sino más bien llamar la atención sobre el papel que los políticos les están otorgando.

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