miércoles, 15 de enero de 2020

El paisaje urbano somos nosotros.

La muerte de Fausto Romero, seguida en poco tiempo por la de Simón Venzal, decano de mi colegiación, me hizo pensar que las calles no cambian únicamente en función de las nuevas construcciones, de las reformas de edificios o de la apertura y cierre de negocios; tampoco porque las peatonalicen. El verdadero cambio en las calles, uno mucho más callado, tiene que ver con las personas que dejan de pasearlas.

Para mí, las calles que recorro son aquéllas que pisan esa madre acompañando a su hijo al colegio, el que siempre lleva guantes como de portero; ese padre y esa hija que ha renunciado a llevar la mochila porque, total, quién mejor que el progenitor distinto de la madre biológica para ello; la chica que baja la misma calle todos los días: al mismo ritmo, altísimo; con el mismo gesto, tan serio; con sus auriculares; también los paseantes de perros, que son multitud; o tantos otros con los que me cruzo prácticamente a diario.

También formaban parte de mi vida, sin siquiera saludarles, Simón Venzal con su maletín a cuestas camino de la administración de lotería que hay bajo mi oficina, o Fausto Romero entrando a la librería Picasso, la que tan bien se controla desde las ventanas de mi despacho. Fausto Romero, además, formaba parte de ese otro paisaje con el que tanto nos identificamos todos, vivamos en el barrio que vivamos: las páginas del periódico. Hoy, los medios de comunicación, incluso las redes sociales en que nos relacionamos con totales desconocidos, nos hacen conformar otro círculo de relaciones donde, simplemente a base de escuchar o leer a determinadas personas, terminamos creando vínculos emocionales con ellas sin que sepan nada de nosotros.

Recientemente, de este paisaje tan mío como de todos los que pisan esas calles conociendo a esas gentes, se ha borrado Luis Góngora Sebastián. Con lo fácil que era cruzárselo en alguna esquina de mi trayecto diario, con su sombrero y su sonrisa, su trato exquisito.

Éste es el paisaje urbano que de verdad deja huella en cada uno de nosotros, y no el Toblerone. Cada uno conformamos nuestro itinerario en unas calles o en otras, las hay incluso que cambian radicalmente en función del horario; pero los rostros que nos cruzamos tienden a ser, en un porcentaje notable, los mismos. Hasta que poco a poco se van cayendo, como nos caeremos todos, para ser, claro, sustituidos por otros. Al principio no les haremos mucho caso, porque serán niños o simplemente nuevos en el contexto, pero la vida marca que muchos de ellos terminarán siendo pilares para otros del paisaje urbano de sus biografías. Como quizás, también, lo somos nosotros mismos.

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