viernes, 5 de agosto de 2022

Motes

En estos días me andaba acordando de mi abuelo Victoriano y de su costumbre de ponerle mote a muchas cosas: negocios, barrios, pueblos. 

Cuando yo era bien niño, solía ir con mis padres a un bar de Aguadulce que se llamaba Calas Park. No sé de dónde tomaba el nombre, ni la de años que llevará cerrado. El caso es que hay un resquicio de Google Maps que todavía hoy, a través de Street view, permite confirmar que se llamaba como se llamaba y estaba donde estaba, pues creo que no hay mucho más rastro de todo ello por internet:


Yo creo recordar que el señor que lo regentaba junto a su familia se llama Antonio. O se llamaba, que tampoco lo sé. Allí solían estar también su mujer y su hija. Estoy bastante convencido de no haber olvidado la cara de los tres. Como decía, íbamos mucho y guardo con cariño, al fondo de mis recuerdos, algunas anécdotas del sitio. Recuerdo jugar alguna vez echando moneda a su máquina recreativa; recuerdo tapas de lomo, pincho y jamón; me recuerdo con mi padre echando carreras en los soportales; también llevando las bebidas de mis padres de la barra a la mesa mientras Antonio, el del bar, me decía que el truco era mirar hacia adelante y no a las bebidas que ya estaban a punto de derramarse. También recuerdo a un perro que solía andar por allí con su dueño y que era de estas razas típicas de la caza de las que nunca me aprenderé el nombre.

Mi infancia, feliz, transcurrió con mis padres, ya que en la práctica yo no tuve hermanos. Al menos hasta que naciera mi primo y resultara útil para el juego algunos años después. También, por supuesto, con mis abuelos: el de los motes y su señora. Él no ha estado por aquí durante los últimos ocho años, con lo que se ha perdido, también ahorrado, un par de cosas. Pero sus motes nos siguen acompañando y apostaría lo que tengo a que mañana nos volveremos a reír citando algunos de ellos: trasculín, el charco roto, la contrahecha, el Toledo-Moraleda. Prefiero no transcribir la forma en que él llamaba al vecino municipio de La Mojonera, si bien es cierto que se ceñía con magistral simpatía a una de sus posibles literalidades. Como yo empecé a ir al Calas Park antes de aprender a leer, mi mote para este bar era el de "el bar naranja", quizás nunca fui demasiado original. Y nunca terminé de entender porqué mi abuelo lo llamaba como lo llamaba, aunque, como de costumbre, los años terminan despejando la ecuación: el calasparra. 

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